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El narrador arde como si los nervios lo consumieran literalmente desde el interior. Ninguna medicina puede aplacar directamente sus dolores: queda hechizado. En su desesperación, busca entonces descubrir el origen de su mal. Y helo aquí siguiendo las huellas de Apolo, ese dios vengador al que teme haber encontrado mientras visitaba las ruinas de un tiemplo griego. Bajo su rastro, de Atenas a París y hasta la isla de Sein, se cruza en su camino con bohemios, santo Domingo, una demoníaca, un sombrío artista contemporáneo, un revolucionario informático, pero también con muertos que se lamentan de ya no recibir más las plegarias de los vivos. Su odisea es una iniciación a la visión profética. Con toda intención: dado que hoy en día el mundo se diluye en los reinos de lo virtual; dado que las mentes han enloquecido gracias a las redes sociales, ¿qué otra urgencia tenemos que no sea la de mostrar lo que hay detrás de las apariencias? Podría ser que allí se resuelva la historia del mal. Y, con ella, el misterio de la vida.